sábado, 13 de junio de 2015

El frío #25TLM15 [05]


Entre mis numerosas batallitas, guardo con exquisito mimo un pequeño rosario de hazañas. He compartido cena y taxi con Jon Juaristi; whisky y velada literaria con Ana María Matute; repisa donde sentarse con Philip Glass; saludo con Arturo Pérez Reverte; apretón de manos con Iñaki Azkuna; viajes y tardes entrañablemente vividas con Guillermo Wakonigg y cafés interminables en compañía de José Ramón Dueñas, «Joserra».

De estos dos últimos me quedo con sus historias particulares, su vitalidad a pesar de los años y los momentos que vivimos juntos hablando de carreras de coches. El primero de ellos fue piloto durante la guerra civil y el segundo, el tipo que debía haber escrito la historia sobre Nino Farina que acabé definiendo yo, pero ambos coincidieron en advertirme de que la seguridad en el automovilismo surgió de la necesidad de abrigarse del frío que tenían los pilotos.

Parece una chorrada como la copa de un pino, pero el conductor de automóviles, como el de aviones, tenía su principal enemigo en la velocidad y la bajada de temperatura resultante, más que en el sentido más estricto de la protección tal y como la entendemos hoy en día.

Podían caerte algunas piedras encima, me decían, pero lo importante era mantener la cabeza y las manos calientes. Al cuello, lo mejor era un foulard de seda. Había que volverse para ver a los rivales porque los retrovisores apenas valían de nada, y tras dale que dale, podrías acabar acumulando importantes y dolorosas rozaduras... Pelliza, papel de periódico en el pecho si la cosa venía dura y sobre todo, cabeza, manos y pies calientes, porque son las partes del cuerpo más sensibles a los cambios de temperatura.

¿El casco? No servía de nada, hijo. Si te iban a dar, te daban...

El desprecio por la vida propia era una constante en los primeros tiempos. El piloto de carreras o de aviación, contaba con que la podía perder en cuanto se metía en el habitáculo. Formaba parte de su soldada y además, era él quien elegía esa forma de vida, o de combate, o de muerte.

Resulta curioso echar la vista atrás y ver que la existencia valía tan poco en aquel pretérito pluscuamperfecto, como para pensar ahora que la idea de incorporar metal a los cascos en automovilismo, no se debió tanto a la necesidad de proteger la cabeza de los conductores, como a evitarles algún que otro chichón mientras peleaban con sus enemigos, porque ante un impacto gordo servían de apenas nada y para proteger del frío, ya protegían siendo de cuero.

Os leo.

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